viernes, 13 de mayo de 2011

AYER TUVE UNA VISITA GRATAMENTE INESPERADA

Todos estos años nos hemos hablado sólo por teléfono más que a saludar, o a desear un buen cumpleaños, de manera casual me llamó unos días antes a contarme que visitaba la ciudad y que tenía un día libre, entonces quedamos en almorzar.

Es ahora que dimensiono la magnitud del encuentro; me llama a decirme que ya está abajo del canal en el que yo trabajo, le digo que ya bajo, el aguacero más inmundo está cayendo, el agua rebota contra el suelo hasta mis manos y la gente está aglomerada bajo las pequeñas salientes de los edificios. Ese mismo día, yo había consultado la meteo antes de salir de mi casa (la página de la meteo de Francia con el pronóstico para el mundo, porque la de aquí sale a decir que va a llover después de que ha llovido) Y efectivamente decía que iba a llover, acaté y me vestí de invierno; abrigo y botas (claro que tuve que aguantar el calor más infernal dentro del bus de ida al trabajo, porque la mañana estuvo soleada y creí por mucho que la meteo no estaba en lo cierto) Pero ese día llovió más duro que otros.

Al cruzar la calle está ella, con sus 48 años, escampando bajo un pequeño techo, con su hábito impecable, medias veladas y mocasines negros (siento pena por ella). Nos encontramos y lejos de ser un saludo emotivo, la tomo del brazo y vamos bajo mi paraguas al restaurante al que la llevo a almorzar, y sólo se me ocurre decirle (como todo lo que se me ocurre… inapropiado) ¿deberían tener botas en su hábito, no? (por poco digo, uniforme), a lo que ella responde casi de la misma forma en que yo lo pensé, “¡sí, deberíamos poder cargar botas dentro del hábito!” (Al menos no fui yo quién metió las patas, en este caso las botas), con sus zapaticos vamos caminando de prisa y saltando grandes charcos, siento la mirada de la gente, es una mezcla extraña una monja y yo, que ese día llevaba un abrigo largo de color verde, como militar (casi nazi).

Mientras saltamos vamos haciendo comentarios sueltos y poco acordes al tiempo que vamos regresando mientras vamos caminando, como el que diría yo en un momento ¿Y tú, estás enferma? (de la manera más psíquica, si es que existe, adiviné) me contesta que ha venido a la ciudad por exámenes y que está mal de la cabeza (mentalmente me repetía, ella está enferma de la cabeza, debes ser lo más normal posible. Pensamiento que tuve durante todo el encuentro).
Finalmente, ella con el agua de la ciudad en los zapatos y yo, entramos al restaurante que había elegido, no podía llevarla después de todo a cualquier restaurante, qué iba a pensar de su ex alumna, (ñoña, porque sí que lo fui) que había recibido varios privilegios de parte de ella, como no ir a clases de no interés, por estar en rectoría hablando de sus viajes a Roma o Francia o el indulto cuando me pillaron fumando atrás del teatro del colegio.

Abro la puerta del restaurante con una mano y en la otra el paraguas, entro primero y luego ella, siento como flashazos mil ojos puestos sobre nosotras, me adelanto y tomo la mesa con más distancia de la gente, nos sentamos, viene el rito del menú y… ahora sí, qué íbamos a decir, lo que menos quería y lo que menos se me ocurría era una charla de rectora a ex alumna, de mujer mayor a joven, de monja a “persona natural”, de religiosa a atea. Entonces, me pregunta sobre mi trabajo; a lo que respondo de la manera más resumida cómo ha sido hasta el sol de hoy, lo abrevio, lo hago sencillo, sin arandelas y como buena niña grande, no me quejo.

Observo disimuladamente, mientras ella ordena, los cambios del tiempo en su rostro, su pelo y sus manos (igual es lo único que se le puede ver a una monja). Y recordaba rápidamente el escenario en el que nos conocimos, ella la rectora del colegio y yo alumna, la recordaba muy bien por su conducta atípica a una religiosa, como por ejemplo, llevar debajo de esa tela negra que usan en la cabeza, el pelo cepillado, su gusto por el vino, la música de los mortales, la piscina y la bicicleta.

Cuando le hablo no logro mantener mucho tiempo la mirada fija, porque el tiempo está fuertemente reflejado en su rostro, me cuenta de sus logros en su puesto como directora del colegio, y su nueva adquisición, y nueva revelación a su congregación, un televisor plasma de 24”que tiene escondido en su cuarto, porque le encanta el cine, ya les había dicho que era atípica, para cuando lo enciende debe cerrar muy bien las puertas para aislar las luces que destella la pantalla y se pone los audífonos. Me pregunta que si sigo con la música, porque era yo quien cantaba los coros en las eucaristías del colegio (era eso, o soportar en una banca, por hora y media, los aeróbicos eucarísticos “de pie… siéntense… de pie… de rodillas… de pie…”) Le respondo, que muy de vez en cuando, omito contarle que tuve una banda en la universidad y que juego al karaoke, para decirle que ahora soy antirockstar.

Entre charla y charla, me pregunta cuándo me casaré (ríe, porque me conoce) y yo sin pensarlo dos veces, le digo; pues va estar difícil, no me voy casar por la iglesia y estoy buscando pasar mi vida entera con dos hombres a la vez, pero como los milagros existen… Ella no se escandaliza, ya les dije que es atípica, y afirma diciendo “sí, los milagros existen”. Jamás hablamos de lo que significaba ese momento después de tanto tiempo, después de 10 años, fue una charla casual, a las dos se nos notaba el tiempo y la experiencia, por segundos la veía como a una extraña y luego recordaba. Ya terminando saca de su bolso con mucho cuidado, una pequeña bolsa blanca de papel (a la que también se le notaba el pasar del tiempo) rápidamente logro reconocer el dibujo en la bolsa, es el vaticano, y qué más podía esperarse, era un rosario, se me adelanta y dice “al fin y al cabo soy una monja… esto te lo tenía guardado de mi último viaje a Roma”, le agradezco (por mi mente no pasó nada en ese momento), pero de nuevo se me adelanta “ábrelo, tienes que olerlo” (humm… ¿será que empiezo a convulsionar?) le digo; entre tú y mamá tratarán hasta la muerte de convertirme, huele a palo de rosa. Llevo la pequeña bolsa de papel con su contenido a mi bolsillo. Pago la cuenta (como niña grande) y salimos de ahí, no dijimos tampoco nada acerca de cuándo nos volveríamos a ver y nos despedimos como si nos fuéramos a encontrar mañana.


*Ni una foto se me ocurrió tomar.

miércoles, 2 de febrero de 2011

NO HAY NADA QUE EL TIEMPO NO PUEDA

La pasta tardó QUINCE minutos para que el parmesano la cubriera, y dejarla envuelta en un carapacho fuerte y crujiente (entre improvisación y receta), TREINTA minutos para que Juan llegara del trabajo a comerla (entre ocio y trabajo) y DIEZ minutos después, para que yo tomara el té que anhelaba hacía CUATRO horas. DOS meses tardó María en olvidar a Sergi y volver a pensar en Paul (que había olvidado UN año atrás). CATORCE minutos me tomó escribir esto, UN mes y TRES días para volver a escribir aquí.
A los DIECIOCHO años mi abuela conoció a mi abuelo, que llevaba viviendo VEINTIDOS años, SEIS meses tardaron para casarse,(y DIEZ AÑOS para divorciarse)UN mes para que papá naciera, VEINTE años para que conociera a mi mamá y al año casarse,(NUEVE años para divorciarse)TRES años para que yo naciera (y gastara mi tiempo escribiendo esto)
He aquí una foto de mis abuelos: